domingo, 11 de octubre de 2009

Lafcadio Hearn: Ranas

Traducción de Aurelio Asiain

I

Pocas entre las más sencillas impresiones sensoriales que dejan los viajes permanecen tan íntima y vividamente asociadas al recuerdo de una tierra extraña como los sonidos, los sonidos del campo. Sólo el viajero sabe cómo las voces de la Naturaleza del bosque y del río y del llano varían según la zona; y es casi siempre alguna peculiaridad local de su tono o carácter lo que atrae al sentimiento y penetra en la memoria, dándonos la sensación de lo extraño y lo lejano. En Japón ésta sensación la suscita sobre todo la música de los insectos, los hemípteros que emiten un lenguaje de sonidos maravillosamente diferente del de sus congéneres occidentales. En menor grado el acento exótico puede advertirse también en el canto de las ranas japonesas, aunque el sonido mismo queda grabado por la remembranza antes que en razón de su obicuidad. El arroz se cultiva en todo el país, no sólo sobre las laderas de los montes y en lo alto de las colinas, sino incluso dentro de los límites de las ciudades, y hay terrenos de riego en todas partes, ranas en todas partes. Nadie que haya viajado por el país olvidará el clamor de los arrozales.
Acalladas solo al final del otoño y durante el breve invierno, con el primer despertar de la primavera se animan todas las voces de las tierras pantanosas, un coro en infinita ebullición que cabría tomar por el habla de la tierra misma que entra en actividad. Y el misterio universal de la vida parece estremecernos con una peculiar melancolía en esa vasta expresión audible a través de miles de años de olvido por olvidadas generaciones de labriegos, pero miríadas de eras más antiguo sin duda que la raza humana.
Ahora bien, esta canción de soledad ha sido durante siglos un tema favorito de los poetas japoneses; pero el lector occidental podría sorprenderse al saber que los ha atraído como un sonido placentero antes que como una manifestación de la naturaleza.
Se han escrito innumerables poemas sobre el canto de las ranas; pero una vasta proporción resultarían ininteligibles si se entendieran como referidos a la rana común. Cuando el coro general de los arrozales es elogiado por la poesía japonesa, el poeta expresa su placer sólo por el gran volumen del sonido que produce la mezcla de millones de pequeños croidos, una mezcla de un efecto en verdad placentero, que se puede muy bien comparar con el sonido adormecedor de la lluvia. Pero cuando el poeta llama melodioso al canto de una rana en particular, no está hablando de la rana común de los arrozales. Aunque entre las especies de ranas japonesas la mayor parte son croadoras, hay una excepción notable (para no mencionar las ranas de árbol), la kajika, la verdadera rana cantante de Japón. Decir que croa sería una injusticia para su nota, que es dulce como el gorjeo de un pájaro. Se la llamaba kawazu; pero como esta antigua apelación recientemente empezó a confundirse en el habla común con kaeru, el nombre general de las ranas comunes, ahora se la llama sólo kajika. La kajika se tiene como mascota casera, y son varios los mercaderes de insectos que la venden en Tokio. Se la aloja en una jaula peculiar, cuya parte inferior es una vasija que contiene arena y guijarros, agua fresca y plantas pequeñas, mientras que la parte superior es un armazón de fina tela de alambre. A veces la vasija tiene la apariencia de un koniwa, es decir de un pequeño jardín que forma un paisaje. En los tiempos que corren se consiera a la kajika uno de los cantantes de la primavera y el verano, pero anteriormente estaba clasificada entre los melodistas del otoño, y la gente hacía viajes al campo en el otoño por el mero placer de escuchar su canto. Y así como diversos lugares eran famosos por la música de variedades particulares de grillos nocturnos, así había lugares celebrados exclusivamente como refugio de las kajika. Los siguientes eran especialmente conocidos:
Tamagawa y Osawanoike, un río y un lago en la provincia de Yamashiro.
Nigagawa, Asukagawa, Sawogawa, Furunoyamada y Yoshinogawa, todos en la provincia de Yamato.
Koyanoike, en Settsu.
Ukinunoike, en Iwami.
Ikawanouma, en Kozuke.
Ahora bien, es el grito melodioso de la kajika o kawazu el que con tanta frecuencia celebran los versos del lejano Oriente; y como la música de los insectos, se lo menciona en la más antigua de las recopilaciones existentes de poemas japoneses. En el prefacio a la famosa antología Kokinshu, compilada por Decreto Imperial durante el quinto año de la era de Enji (905), el poeta Ki no Tsurayuki, editor jefe de la obra, hace estas interesantes observaciones:
“La poesía de Japón tiene sus raíces en el corazón humano, y desde ahí ha crecido hasta manifestarse en múltiples formas. El hombre en este mundo, teniendo mil millones de cosas que emprender y que terminar, se ha sentido movido a expresar sus pensamientos y sus sentimientos sobre todo lo que ve y escucha. Al escuchar al ugüisu (el ruiseñor japonés) que canta entre las flores, y la voz de la rana que habita en el agua, ¿quién entre los seres vivientes no compone un poema?”[1
La kawazu a la que así se refiere Tsurayuki es por supuesto la misma criatura que la moderna kajika: ninguna rana común podría haber sido mencionada como cantarina en el mismo impulso que ese pájaro maravilloso, el ugüisu. Y ninguna rana común podría haber inspirado a un poeta clásico con una visión tan preciosa como esta:

Té wo tsuité
Uta moshi-aguru,
Kawazu kana!


“Las manos en el piso, repites reverente tu poema, oh rana!” El encanto de este poemita puede ser comprendido mejor por quienes estén familiarizados con la postura que dicta la etiqueta del lejano Oriente al dirigirse a un superior, arrodillándose e inclinando el cuerpo respetuosamente hacia adelante mientras las manos descansan en el piso, con los dedos apuntando hacía afuera.
Difícilmente sería posible determinar la antigüedad del hábito de escribir poemas sobre ranas, pero en el Man’yoshû, que se remonta a mediados del siglo VIII, hay un poema que indica que ya en esa época el río Asuka tenía mucho tiempo de ser famoso por el canto de sus ranas:

Ima mo kamo
Asuka no kawa no
Yu sarazu.
Kawazu nakusu no
Kiyoku aruran


“Es clara todavía la corriente del Ásuka, donde canta en las noches la kawazu”. En la misma antología encontramos la siguiente curiosa referencia al canto de las ranas.

Omoboyesu
Kimaseru kimi wo
Sasagawa no
Kawasu kitasezu
Kayeshi tsuru kamo


“Recibí la visita inesperada de mi augusto señor… ¡Ay, y podría haber vuelto sin escuchar las ranas del río Sawa!”. Y en el Rokujoshû, otra compilación antigua, se conservan estos agradables versos sobre el mismo tema:

Tamagawa no
Hito wo mo jogisu
Naku kawasu
Kono yuki keba
Oshiku ya wa aranu


“Al escuchar esta noche las ranas del Tamagawa que cantan sin temer al hombre… ¡Cómo no amar este momento furtivo?”

II

De modo que al parecer durante más de once siglos los japoneses han estado haciendo poemas sobre las ranas; y es al menos posible que versos sobre el tema, preservados en el Man’yoshû, se hayan compuesto aun antes del siglo octavo. Desde el periodo clásico más antiguo hasta el día de hoy, el tema no ha dejado nunca de ser uno de los favoritos entre los poetas de todos los niveles. Un hecho que vale la pena destacar al respecto es que el primer poema escrito en la medida llamada hokku, por el famoso Basho, fue sobre una rana.[2]El logro de esta forma poética en extremo breve (tres líneas de 5, 7 y 5 sílabas respectivamente) es crear una imagen-sensación completa; y el original de Bashô cumple esta hazaña difícil, sino imposible, de repetir en inglés:

Furu ike ya,
kawazu tobikomu
midzu no oto.


(“Viejo estanque ranas que saltan sonido del agua.”) Un inmenso número de poemas sobre ranas se escribieron subsecuentemente en ese metro. Aun en estos días los hombres de letras se entretienen haciendo poemitas sobre ranas. Se distingue entre todos un joven poeta conocido en el mundo literario japonés por el pseudónimo de “Roseki”, que vive en Osaka y mantiene en el estanque de su jardín cientos de ranas cantarinas. Con periodicidad invita a todos sus amigos poetas a un banquete, con la condición de que cada uno componga durante la cena un poema sobre los habitantes del estanque. Una colección de los versos así obtenidos se imprimió privadamente en la primavera de 1897, con divertidas ilustraciones de ranas como decoración de las cubiertas e ilustración del texto.
No es por desgracia posible posible dar a través de traducciones una clara idea de la calidad y el carácter de la literatura sobre las ranas. La razón es que el valor literario del mayor número de las composiciones sobre ranas descansa en gran medida en alusiones locales intraducibles, incomprensibles fuera de Japón, por ejemplo; en juegos verbales y en el uso de palabras con doble o triple significado. Apenas dos o tres de cada cien poemas soportan la traducción. De manera que puedo aventurar poco más que algunas pocas observaciones generales.
Que los poemas de amor constituyan una proporción considerable de esta curiosa literatura no le parecerá extraño al lector si recuerda que la hora del encuentro entre los amantes es también el momento en que el coro de ranas es un griterío, y que, en Japón por lo menos, el recuerdo de ese sonido se asocia con el recuerdo de un encuentro secreto en casi cualquier lugar solitario. La rana a la que se refieren esos poemas no es usualmente la kajika. Pero las ranas aparecen en los poemas de amor de innumerables maneras ingeniosas. Puedo dar dos ejemplos de composiciones populares modernas de este tipo. En la primera hay una alusión al famoso proverbio i no naka no kawazu daikai wo shirazu: “La rana en el pozo no sabe nada del gran océano”. Un persona que lo ignora todo sobre el mundo se compara con una rana en un pozo, y muy bien podemos suponer que el hablante de las siguientes líneas sea alguna muchacha campesina enamorada que responde con mucho tacto a una observación poco generosa:

Haz escarnio de mí si quieres con tus risas; dime “rana en el pozo”.
En ese pozo mío caen las flores, y en su agua la luna se refleja.


El segundo poema se supone que es la declaración de una mujer con buenas razones para estar celosa:

Gris como agua estancada te parece el espíritu de tu amada;
Pero el agua estancada puede hablar: ¡debieras escuchar el llanto de las ranas!


Fuera de los poemas de amor hay cientos de versos sobre las ranas comunes de los estanques y los arrozales. Algunos se refieren principalmente al volumen del sonido que las ranas hacen.

Oigo las ranas del arrozal: parece que el agua canta.

Inundamos los arrozales en primavera, la canción de las ranas fluye con el agua.

De un arrozal al otro llaman, y no cesan la incitación y la respuesta.

Se hace honda la noche y más ruidoso el coro de las ranas del estanque.

Tantas voces de ranas… ¿es más ancho el estanque por las noches?

Aun los botes de remos poco avanzan, ¡tanto pesa el clamor de las ranas de Horie!


La exageración del último poema es por supuesto intencional, y en el original no carece de efecto. En algunas partes del mundo, por ejemplo en los pantanos de Florida y del sur de Louisiana, el clamor de las ranas en ciertas temporadas recuerda el clamor de un mar furioso, y quien lo haya oído puede apreciar la imagen del sonido como un obstáculo.
Otros poemas comparan o asocian el sonido hecho por las ranas con el sonido de la lluvia:

Canción de las primeras ranas, más débil que la caída de la lluvia.

Creí que era la lluvia y era solo el canto de las ranas.

Ahora soñaría adormecido por el tableteo de la lluvia y la canción de las ranas.


Otros poemas no pretenden de nuevo sino ser cuadros mínimos, esbozos en miniatura, tales como este hokku:

Senda en los arrozales; a izquierda y a derecha saltan ranas.

o este, viejo de mil años:

Cuando la flor de yamabuki se dibuja en el agua inmóvil del pantano, se oye la voz de la kawazu;

o la siguiente hermosa imagen:

Canta ahora la rana, y su voz es perfumada; porque en la corriente que brilla caen los pétalos de cerezo.

Las dos últimas piezas se refieren por supuesto a la verdadera rana cantarina.
Muchos poemitas se dirigen a la rana misma, sea kaeru o kajika. Hay entre ellos poemas melancólicos, afectuosos, humorísticos, religiosos y aun filosóficos. La rana es vista a veces como un espíritu que descansa sobre una hoja de loto; a veces, como un sacerdote que repite sutras por el bien de las flores desfallecientes; a veces, como un amante que suspira; a veces, como un anfitrión que recibe a sus invitados; a veces como un blasfemo que “siempre está empezando” a decir algo contra los dioses y siempre tiene miedo de terminarlo. Los más de los siguientes ejemplos están tomados del libro de poemas hace poco publicado por Roseki; cada párrafo de mi versión en prosa representa, hay que recordarlo, un poema distinto.

Ahora que se han ido todos los invitados, ¿por qué sigues sentada tan formalmente, rana?

¡Así, puestas las manos en la tierra, saludas la llegada de la lluvia, oh rana!

¡Perturbas en el antiguo pozo la luz de las estrellas, rana!

Me adormece el sonido de la lluvia, ¡pero tu voz me hace soñar, oh rana!

¡Siempre empezando a decir algo contra los Altos Cielos, rana!

¡Aprendiste que el mundo está vacío, y flotas sin mirarlo nunca, oh rana!

¡Has vivido en los claros arroyos de los montes, tu voz no puede estar nunca estancada, rana!


La última agradable presunción muestra la estima en que se tiene a los superiores poderes vocales de la rana.

III

Es extraño que entre los cientos de poemas sobre ranas que he coleccionado no haya podido descubrir uno solo que mencione lo frío y pegajoso del animal. Salvo unas pocas líneas sobre las extrañas actitudes que adopta a veces la creatura, la única referencia a sus cualidades poco atractivas que pude encontrar está en esta amable observación:

Vista a la luz del día, qué poco interesante eres, ¡oh rana!

Me preguntaba por esta reticencia en cuanto concierne al carácter helado, viscoso y flácido de la rana cuando caí en la cuenta de que en otros miles de poemas japoneses que había leído las alusiones a sensaciones táctiles brillaban por su ausencia. Las sensaciones de los colores, los sonidos y los olores se manifestaban con exquisita y sorprendente delicadeza; pero las sensaciones del gusto rara vez se mencionaban, y las sensaciones del tacto eran absolutamente ignoradas. Me pregunté si la razón de esta reticencia o indiferencia debería buscarse en el temperamento particular o los hábitos mentales de la raza; pero aún no he sido capaz de resolver la cuestión. Recordando que esta raza ha vivido durante siglos de comida que parece insípida al paladar de Occidente, y que los impulsos a acciones como estrechar las manos, abrazar, besar y otras demosraciones físicas de sentimientos afectuosos son de veras extraños al carácter del Extremo Oriente, se siente uno tentado por la teoría de que las sensaciones gustatorias y táctiles, sean o no placenteras, han evolucionado menos entre los japoneses que entre nosotros. Pero hay muchas pruebas en contra de semejante teoría, y los prodigios de las artesanías japonesas dan testimonio de la delicadeza del tacto casi incomparable que se ha desarrollado en direcciones especiales. Sea cual fuere el significado fisiológico de este fenómeno, su significado moral es de la mayor importancia. Hasta donde he sido capaz de juzgar, la poesía japonesa ignora habitualmente las cualidades inferiores de la sensación, mientras que nos atrae del modo más sutil hacia aquellas cualidades superiores que llamamos estéticas. Aun si no representa otra cosa, este hecho representa la más sana y más feliz de las actitudes hacia la Naturaleza. ¿No nos retraemos los occidentales ante muchas impresiones puramente naturales debido a la repulsión desarrollada a través de una mórbida sensibilidad táctil? Es una cuestión digna cuando menos de consideración. Ignorando o dominando esa repulsión, aceptando la Naturaleza en su desnudez, amable siempre que es comprendida, los japoneses descubren la belleza donde nosotros imaginamos lo feo o lo informe o lo repugnante, la belleza en las piedras, la belleza en los insectos, la belleza en las ranas. ¿No significa nada el hecho de que sólo ellos hayan sido capaces de hacer un uso artístico de la forma del ciempiés? ¡Deberían ustedes ver mi bolsa de tabaco hecha en Kioto, con ciempiés de oro que corren por su piel historiada como ondulaciones de fuego!

[1]En todos los casos traduzco esta vez no del original sino de la versión de Hearn.
[2]Curioso error de Hearn: Bashô no fue el creador del haiku sino quien llevó esa forma poética, varios siglos anterior a él, a su plena madurez.


3 comentarios:

Luigi Amara dijo...

Hola, Aurelio,
Hace poco, para la revista "Pauta", Alberto Blanco hizo un recorrido por los poemas que más le gustaban sobre grillos. Un tema japonés, sin duda, pero no sólo, que podría dar lugar a un libro. Veo que algo semejante podría hacerse con el tema de las ranas. Pensaba si en un momento de ocio no te lo aventarías, o ya de perdida nos autorizas a reproducir tu traducción de Hearn (o ambas cosas, jeje, aprovechando el viaje).
Saludos

Aurelio Asiain dijo...

Lo tengo hecho. 300 páginas, desde los Vedas hasta LIH.

Luigi Amara dijo...

¡El gran libro con el que todo buen batraciófilo siempre soñó!
¿Y lo vas a publicar? ¿Y hay algo así como una introducción?
¿Qué me dices de publicar algo de todo ello en "Pauta"?